domingo, 17 de enero de 2021

RSVP

La historia de Aurelio es lo mejor que me ha pasado este año. Suena un poco tramposo, pues van solo dieciséis días, pero en los trescientos sesenta y cinco de la temporada anterior, no escuché nada de este nivel. ¡Qué nivel! Cuando leí la crónica sentí que los humanos merecíamos la extinción. Veníamos pidiendo a gritos que se acabara el tedio, porque después de tantos años de encierro, vaya que hacía falta un poco de emoción, cualquiera, incluida la adrenalina previa al apagón.  

En medio de este llamado de ayuda para volver a sentir algo, fue que me encontré en el periódico con la historia de Aurelio. Me maravillé de la capacidad que tiene la realidad para superarse a sí misma, y de saber que aún podía experimentar de esa risa que te hace graznar. Esa que en el fondo, oculta el verdadero terror. Uno pensaba que después de una pandemia, ya no quedaba mucho más, pero sí que lo había. 

Aurelio era un felino cuyo pelaje parecía obra de una peluquería barata, obeso y déspota. Su dueño, Antonio, siguiendo los pasos de su animal, era un adolescente cuyos bramidos eran órdenes, y que ese día, doce de este año, había forzado a sus padres a celebrar el cumpleaños de su amado gato. Sí, tal y como suena. En medio de una crisis sanitaria mundial. 

La norma sanitaria establecía que el aforo máximo en lugares abiertos, en ese pequeño balneario, era de diez personas, mas Antonio se conducía por la vida inmune a los males que nos afectaban al resto de los humanuchos. Palabra que no existe, pero que Antonio de seguro habría usado; era ese tipo de adolescente.

En realidad, tampoco estaba en sus dieci-algo; tenía veintitrés años, pero seguía mamando del bolsillo de sus padres, haciéndoles sentir que ellos, y no él, estaban en deuda. ¿Cuál deuda? El periódico no daba más detalles y mis tres años en la facultad de periodismo algo de dignidad me dejaron como para no andar inventando.

El tema es que este no era un cumpleaños cualquiera, sino el cumpleaños de un gato, y para eso existen ciertos protocolos. ¿No lo sabían? Pues yo menos: los gatos me aterrorizan, me parecen criaturas de ultratumba y jamás les celebraría nada. Estaba convencida de que eran eternos y diabólicos. Resulta que no, que nacen y cumplen años y todo. Incluso se supone que mueren. 

La etiqueta para este evento consistía en que los asistentes debían concurrir a la fiesta con un regalo, idealmente algún animalillo de menor tamaño y vivo, para que Aurelio pudiese recrear sus juegos de cacería, como en el coliseo. Además, la velada pretendía honrar la vida gatuna, por lo que todos debían ir disfrazados. No completamente, al estilo de Halle Berry, pero al menos cola y orejas, de esas que venden en el supermercado para Halloween. 

Lo que ocurrió fue, y esto lo dijeron algunos de los invitados más tarde hospitalizados y delirantes, que durante la celebración algo había en los vasitos de leche con plátano, que los alteró. "¿Alteró cómo?", había preguntado el entrevistador. El reportaje señalaba que alguna sustancia se les había metido, porque cuando Antonio propuso comenzar moverse en cuatro patas y a lengüetear los platos de comida, en vez de utilizar tenedores, a todos les pareció de lo más normal.  

En ese éxtasis de festividad clandestina y emulación felina, los asistentes, no pasados de copas, pero sí de leche opiácea y comida de figuritas marinas, lengüetearon también al cumpleañero, a las mesas, sillas y finalmente, a los otros invitados. Era una orgía de lenguas pasando por caras, brazos, piernas y ropas ajenas. Para qué decir, que cuando los vecinos llamaron a la policía por maullidos molestos, les colgaron pensado que era una pitanza. 

Bajo este reportaje, que tuve que leer varias veces, pues no me lo creía, la siguiente sección del periódico mostraba cifras de contagios y a expertos preguntándole a otros expertos cómo es que las medidas no estaban surtiendo efectos. Yo creo que el editor no se dio cuenta de que las notas iban una junto a la otra, pero al menos el lector tendrá clara la respuesta. 

Luego de esto, las treinta visitas y cuatro anfitriones se contagiaron con una cepa rarísima, que se cree que ellos mismos engendraron entre tanto intercambio de fluidos y pelos. Dicen que con ellos comenzó la ola definitiva, la cepa definitiva y la extinción definitiva. 

¿Igual merecido o no?

lunes, 6 de abril de 2020

Desigualdad Emocional II

Ellos también tienen algo que decir

Debo reconocer que al compartir mi reflexión anterior tuve miedo de no expresarme correctamente, miedo que desapareció al ver mis redes sociales llenas de debates geniales y profundos (¡qué alivio mental!). A cada quien le hizo sentido uno u otro párrafo según su propia historia y, lo mejor de todo, abrió un espacio de diálogo. 

Una de las cosas que más me preocupaba era pensar ¿quién soy yo para decir cómo se siente un hombre? Por eso quise que quedara muy claro que era una reflexión abierta y llena de preguntas, siendo, de todas formas, urgente la retroalimentación de algún hombre de 28, 30 o 32 (al que en ningún caso quise menospreciar por “no haber ido al psicólogo o atreverse a llorar” (que fueron cosas que mencioné para ilustrar el verdadero tema de fondo, sin ánimo de ser reduccionista)).

En ese contexto tuve algunos comentarios masculinos sobre distintos puntos. Uno de ellos -que fue casi una columna en sí misma- tocaba el tema que más me interesaba: ¿existe el espacio para el hombre de 30 de hoy, para conectar-manifestar sus emociones? Por eso, les comparto esta "reflexión sobre mi reflexión" (con la debida autorización, ¡obvio!©). 
Este análisis de primera mano (o sea, del hombre educado en los 90s que describí) nace de un amigo  y escritor (la pluma tras los libros “Puntete”), que le da bastante en el clavo al asunto.  

Me contó que por diversas razones él tuvo la oportunidad de trabajar en sus emociones y su análisis muestra otra perspectiva, o quizás, sin tantas pretensiones de mi parte, al menos me permite saber qué siente un hombre de mi edad al leer la columna.

(Así como mi reflexión no representa lo que todAs pensamos; por su puesto que la de este amigo no es la palabra final; solo aporta un poco más a la gran, gran, gran reflexión de ¿cómo -cresta- ser feliz?)

El propósito de su comentario fue dar luces al "embrollo sin solución" que planteé (ojo que yo dije casi sin solución). Me contó por qué, en una experiencia de vida personal, recibió una invitación a ponerle atención exclusivamente a las emociones de ciertos momentos vividos, con el fin de lograr un autoconocimiento profundo y honesto, que le permitiera desarrollar cimientos fuertes para la vida.
"Pues bien, la experiencia cambió mi vida y me enseñó que hay tres dificultades que frenan el esfuerzo de alguien que quiere conectarse con sus emociones y que resaltan mucho más en los hombres.
Estas son la siguientes:
1) Falta de espacios de confianza: lamentablemente, en el desarrollo de la vida social, son pocos los espacios de confianza. La teoría nos dice que debería ser la familia, pero son escasas las personas que se juntan con alguno de sus padres para contarle sus problemas, quizás porque estos son analizados desde una perspectiva generacional radicalmente opuesta.  
Ante esto, esos espacios se buscan en los grupos de amistad, los cuales tienen que cultivar el respeto, la tolerancia y el apoyo incondicional, para transformarse en un lugar en donde está permitido "llorar la vida". Tristemente en nuestra cultura, dichos espacios de grupos masculinos, suelen estar muy alejados de las emociones y pueden mantenerse por años en la conversación superficial y los problemas cotidianos. Ante esto, el hombre que es "más sensible" tiende a cerrarse en los vicios que nombras (algunos más sanos que otros) o bien volcar toda su emocionalidad en su pareja, convirtiéndola inconscientemente en "la mamá". Ambas cosas atentan contra el desarrollo personal y de pareja.
(Creo que sea que hablemos de una pareja heterosexual u homosexual, siempre que alguna de las partes haya trabajado más las emociones que la otra, el desequilibrio puede impedir el desarrollo de ambos, sea por esta figura de “mamá” o por cualquiera otra figura que lleve a una asimetría  de roles poco sana) (((ojo: no toda asimetría es poco sana; no se trata de ser igual a la pareja. Se trataría de algo así como de complementar en vez de subsidiar))).
2) Temor a mostrarse vulnerable: esto se resume en "los hombres no lloran". Esa frase marcó varias generaciones que terminaron por confundir las emociones y transformaron la pena en frialdad, la frustración en rabia, y la angustia en hermetismo, olvidando totalmente el lado sensible que tiene cada persona. Mostrarse vulnerable es sinónimo de burlas y ataques, "en buena onda", pero que invitan a cerrarse en uno mismo para evitar salir trasquilado. Muchas de las dinámicas de grupos de hombres se basan en la "hostilidad simpática", en donde todos comulgan con un lenguaje de agarrarse para el webeo sanamente. 
Sin embargo, dicha exposición constante al webeo puede convertir al grupo en una verdadera máquina de estrés, toda vez que no hay verdadera libertad para mostrar lo que uno está sintiendo, puesto que las probabilidades de recibir burlas son altas. Estas dinámicas responden principalmente a que ningún miembro del grupo tiene la madurez emocional suficiente para escuchar, apoyar y aconsejar, y antes de evidenciarlo prefiere cerrar el tema con una broma.
3) Sobreexposición sensorial: esto le ocurre a todas las personas y cada vez más. Y se resume en la frase: "mis problemas los apago con Spotify, Netflix, FIFA, etc...". El movimiento del día y la velocidad de la vida es mucho más rápido que la capacidad del ser humano para sobrellevarlo. Eso lo empuja a preocuparse de lo "esencial" (que suele ser poco esencial), postergando lo simple (que suele ser esencial). Muchas personas no se dan el tiempo de pensar y conversar lo que sienten porque "ya se les va a pasar". 
Lamentablemente, las emociones negativas fuertes (pena y rabia) no pasan rápidamente y pueden acumularse varios meses hasta que finalmente se desbordan (esta erupción puede manifestarse de varias formas, pero en la mayoría de los casos termina con consecuencias negativas para la persona y su entorno). Para aquellos que no se guardan todo, esta sobreexposición es lo que permite que exista la "pareja-mama", porque es en los momentos de relación en donde encuentran la paz suficiente para contar lo que les pasa. 
El problema acá es que cargan con responsabilidad emocional a la pareja: el foco debería estar puesto en "te cuento lo que me pasa para que me entiendas y me apoyes" pero termina siendo "te cuento para que te hagas cargo". Muchas veces esa relación de pareja-mamá termina con la mujer haciéndose cargo de la emoción del hombre, lo que termina por quitarle libertad a ella y el poder tener una relación sana. Por eso es importante cultivar espacios propios para "pensar en lo que nos pasa". 
Esos serían 3 puntos que podrían dar luces o al menos, la perspectiva de un hombre que logró tener un espacio de confianza para conectarse con sus emociones, aprendió que la vulnerabilidad se puede convertir en fortaleza y busca cultivar espacios de reflexión personales para preocuparse de lo que siente.
(las negritas son mías)

Ahora me pregunto ¿cómo motivar a alguien a conectar con sus emociones? ¿es válida esa pregunta o anhelo? Quizás para algunos, sentir menos es una forma de sufrir menos, aunque a veces sea un mecanismo de defensa inconsciente.


sábado, 4 de abril de 2020

Desigualdad Emocional I

Reflexión sobre la mujer heterosexual joven de hoy

En estos días de encierro me he permitido reflexionar sobre un tema que, entre series de Netflix y novelas muy bien escritas, me ha asaltado con más fuerza que antes. Advierto desde ya que no dice relación con virus ni política. 
Se trata de un “pequeño drama” de la mujer (o de cualquiera) de 28 años de hoy. Quizás a más de alguna/o le haga sentido y pueda aportar su visión a estas palabras.

La cosa es la siguiente: mujer en 2020, tienes 28 años y has logrado -de a poco- empoderarte; has trabajado en tus emociones; has entrado y salido de relaciones tóxicas, has visitado a la psicóloga (más de un tipo de terapia incluso); has aprendido a meditar; has buscado la causa de tu jaqueca, colon irritable o bruxismo en su origen, dejando como última opción taparte en pastillas. Te interesa conocerte. Ya aprendiste la diferencia entre ansiedad y angustia, y cuando sientes rabia, lo hablas con alguien o escribes en un diario de vida, ordenas tus emociones, separas las cosas.

No vamos a mentir: te es un poco más sencillo, porque cuando chica, en tu educación, tuviste un poco más de espacio para desarrollar algunas emociones (ojo ¡no todas! porque enojarse y "tener carácter" era "poco femenino"). Pero llorar, desahogarse, tenía como consecuencia más grave ser tildada de mujercita, que es ofensivo hasta cierto punto siendo que efectivamente…somos mujeres (entiéndase que no lo minimizo, pero nuestra sensibilidad siempre fue más tolerada por parte de nuestros adultos).

Hago la advertencia de que en otra ocasión me referiré en profundidad a esto: cómo el machismo afecta igual a los hombres y a las mujeres en algunas aristas de la vida.

Pero siguiendo mi idea, eres mujer, tienes 28 años, y ya te has preocupado de desarrollar tu inteligencia emocional a la par que tu independencia. No digo que todas lo hagan y que no sea un crecimiento constante; y que a su vez, no existan hombres excepcionales. ¡De esos los hay muchos!
Sin embargo, aún existe, por ejemplo, gran prejuicio de que un hombre asista al psicólogo, a terapia grupal o que trate un trauma del alma con el especialista que corresponde. El trauma de un esguince, seguro que lo ven con el kinesiólogo lo antes posible, pero el dolor de verdad, el de adentro, se suple con otras cosas (videojuegos, alcohol, drogas, sexo, pastillas para dormir o para lo que sea).  Si bien no soy psicóloga, creo que gran parte de ello tiene que ver con estructuras sociales y educativas, y no con biología y de eso hay muchos estudios que pueden consultarse.

También advierto que este punto da para otra reflexión imposible de tratar aquí: algunas hemos crecido pensando –por distintas razones- que mutilando nuestra “sensiblería” seremos más exitosas, seremos “feministas” y llegaremos a ser gerentes de una gran empresa; juzgamos a las mujeres de otras generaciones por dejarse aplastar, inconscientemente las criticamos por haber sido, en efecto, “mujercitas”, cuando probablemente si hubiésemos nacido en sus zapatos estaríamos en el mismo lugar. Los pasos que damos hoy las de 28 años, son gracias a los que las de 50 ya dieron, y los de ellas, a los pasos de las mujeres anteriores, aunque no siempre lo valoremos así. Mi madre, sin ser profesional, me repitió siempre lo importante que era -antes de cualquier cosa- mi título en mano. ¿Es la mejor enseñanza? No lo sé, pero si estoy donde estoy ahora, es gracias a ese impulso, que ella, a mi edad, no tuvo. 

Entonces: tienes tus empoderados 28 y aunque yerres porque el corazón no siempre acompaña a la cabeza, ya sabes que para tu vida no quieres esa relación tóxica, ya sabes que quieres conectar de verdad con tu pareja, ya sabes que quieres igualdad en tu vida amorosa. Sabes que quieres hablar de emociones con la persona que te acompaña, y que si decides tener hijos, quieres que ellos reciban ese trato igualitario, que crezcan libres de estructuras, que hijos e hijas puedan llorar, y no sean educados como “los niños y las niñas”, sino como personas, respetando sus inquietudes, emociones, miedos, dudas y preferencias, y enseñándoles a respetar a todos (sueño con el día en que la frase “a las niñas no se les pega” evolucione a “no se golpea a nadie”).  

Ya no somos nuestras madres, ya no somos nuestras abuelas. En alguna literatura, que es parte de mi inspiración a escribir esto, se ve que el trabajo de inteligencia emocional (que por supuesto siempre ha existido) era más bien dirigido a cómo mantener a un hombre a tu lado: por amor, por miedo a la soledad, por necesidad económica. De ahí salen frases a la antigua, que se escuchan todavía en algún almuerzo de domingo y que para nosotras, las de 28, es como un ají en...
Frases como “al hombre hay que mantenerlo entretenido, si no se puede ir con otra”, “no hay que hablarles tanto a ellos, se cansan y al final se cierran más todavía”, y de mis favoritas, “mujer que no gasta, hombre que no progresa”. Creo que las mujeres de otras generaciones ni siquiera entienden por qué a las de 28 nos molesta tanto, nos enojamos, nos paramos de la mesa.
Repito, siempre hay excepciones. 

¿A dónde quiero llegar con todo esto? Que las de 28 de hoy tuvimos una infancia- adolescencia- adultez joven muy distinta a la de ellos. Nosotras trabajamos en nuestra alma como nunca antes, en nuestra independencia, en nuestra salud mental. Aprendimos a vivir solas o con amigas, ya no tenemos tiempo para tener un hombre celoso cerca, ahora casarse o convivir puede ser interesante…o no, depende. El gasto importante que tenemos que decidir es si estudiar un magíster o hacer un viaje, o si nos resulta comprar un departamento solas; o bueno... también a medias con la pareja, depende de cómo nos sintamos. Los necesitamos a ellos, sí, pero porque queremos explorar nuestra sexualidad, queremos tener un partner, queremos tener un gran amor. Por lo tanto, corrijo: no los necesitamos: los queremos a nuestro lado.

Y ahí viene el problema. 

Muchos de ellos todavía no saben distinguir la rabia de la pena, sienten “algo” indefinido y puede ser pegar un par de combos o jugar al playstation por horas. Ellos todavía no se atreven a ir al psicólogo si sienten ira o dolor, o si acaba de morir su mejor amigo. Ellos todavía tratan de maricón al ¿qué llora? ¿al que tiene miedo? Aquí ya no sé con claridad, porque ese término sigue siendo bastante amplio.

La consecuencia de esto es que a una -la mujer de hoy- le da terror embarcarse en un proyecto de vida con alguien. Para ti, la de 28 años, "ser pareja" responde a una idea, y para él, de 28, 30 o 32, responde a otra idea o peor aún, ¡no saben a qué responde! Claro que él ya sabe que lavar los platos y hacer la cama también es algo de ambos. Quizás, alguno muy moderno, pide un día libre en la oficina si el niño se enferma porque la vez anterior lo pidió ella. O se atreve a dejar todo para que ella pueda hacer su magíster fuera del país. Ya sabe que lo justo es que tú no estás para servirlo ni él a ti, y que son un equipo, porque ya lo ha escuchado mucho y porque a la primera le paras los carros. 

Pero aquí hablo de otra cosa: me refiero a esa conexión emocional que necesitamos (que el ser humano necesita). Aquí viene el por qué este "drama" puede afectar a cualquiera: esa conexión la necesitamos no por ser mujeres biológicamente hablando, sino por ser alguien que ha desarrollado esa inteligencia emocional (y lo digo porque puede darse al revés o en una relación homosexual una de las partes estar en un nivel emocional desarrollado y la otra no; y el problema –creo- se daría igual). 
Esa conexión emocional -dado que las parejas son de a dos- es la que muchas veces queda coja.

Esa sensibilidad de la que hablo no es aquella que dicta: “la mujer es más sensible”, como si sensible fuera una característica negativa. Me refiero a la parte humana de las emociones: gracias a esa maravillosa sensibilidad educada (esto lo aprendí con una de mis psicólogas), tenemos una brújula, un radar, una intuición cultivada. Esa sensibilidad que ayuda, que guía, que salva de ambientes tóxicos, que lleva a perseguir las cosas que en realidad queremos y no lo que impone la sociedad (aunque al final pueda coincidir).

Esa sensibilidad producto de todo ese esfuerzo y búsqueda, tú esfuerzo y tú búsqueda, no pareciera poder encontrarse en quienes son tus posibles parejas (quizás si tú, la de 28, se relacionara con un joven de 20, podría encontrar mayor potencial de madurez emocional, pero a ese todavía le falta recorrer el camino (que seguramente hará porque ya es otra generación, pero tú ya tendrás 40); así que el laberinto no tiene mucha salida)).  

Y esto, porque él, el adulto joven de hoy, que lava los platos y te apoya con tu trabajo, sigue siendo una roca emocional, el macho sin sentimentalismos: aquello que ellos creen que la sociedad, o más preciso, nosotras, necesitamos de ellos. 

Esta reflexión más que criticar busca manifestar una preocupación por la posibilidad de encontrar esas relaciones duraderas y significativas que nosotras, las de 28, queremos, necesitamos y exigimos. También, preocupación por el destino de esas relaciones ya formadas, en unos 10 o 20 años más, cuando quede en evidencia que el olmo definitivamente no da peras.

Pareciera ser que seguimos siendo una sociedad de transición donde una parte grande ya evolucionó, y se preocupa por el alma, corazón, sentimientos (o como queramos llamarlo) igual como se preocupa de un cáncer o de una enfermedad vascular. Pero todavía una enorme parte tiene enterrada la emocionalidad a metros bajo tierra.

Pareciera ser que a una, la mujer de 28 años, le tocará hacer de guía emocional a esa generación de hombres que les gritaron por llorar o les obligaron a jugar solo con autos y soldados, y que, aunque suene un cliché, es la cara visible de una infancia marcada por ser pragmático, ser macho, ser duro. Una infancia que deja huellas igual de graves y difíciles de borrar que aquellas huellas que nosotras también tenemos, cuando fuimos menos consideradas, discriminadas o poco libres por el solo hecho de ser mujeres.

El embrollo final (casi sin solución) es que quizás nosotras no queremos ser esas guías emocionales, no queremos ser la “mamá” de nuestras parejas, porque eso ya lo fueron nuestras madres y nuestras abuelas (típica la frase de que el marido es un hijo más); nosotras queremos madurez emocional, queremos un adulto a nuestro lado, no ese adulto que sabe cambiar neumáticos (eso depende de las preferencias de cada uno, y si tu pareja es tuerca y tú no, ¡genial el complemento!), sino de alguien que pueda hablar de su alma y de su corazón. Que sepa y quiera conectar.

Creo que esa podría ser la receta para sobrellevar las abundantes crisis de parejas: por eso dicen que la comunicación es clave. El tema es que no toda comunicación une y la pregunta que surge es inevitable ¿es posible que una, la mujer de 28 años de hoy, pueda encontrar la conexión que necesita, la relación romántica –erótica que anhela, en este escenario de “desigualdad emocional”?

Para que no quede esa sensación de desesperanza cruda, se puede plantear de otra forma: ¿cómo hacer para que en este recorrido social-estructural de madurez emocional, avancemos todos a la par y podamos encontrar la felicidad en pareja? 


miércoles, 10 de abril de 2019

Rivales

Ese cuatro de octubre, ella llegó agotada del hospital. Por suerte a último minuto se habían hecho algunos cambios y se había librado del siguiente turno. Se duchó y se metió a la cama. José no sabía que Marcela volvería temprano, pero dormirse con la cama para ella sola sin la molestia de una luz encendida y de él leyendo algún artículo intelectualoide, era muy tentador. “Además hoy le corresponde quedarse hasta tarde tomando pruebas en la Uni…”, pensó Marcela mientras se le cerraban los ojos.

A eso de las ocho, extrañamente Marcela despertó de un salto, como si recordara algo, acechada por la idea de que no sabía dónde José guardaba la pistola. No terminó siquiera de formar esa pregunta en su mente somnolienta cuando escuchó ruidos en el primer piso. “Mierda, mierda, no puede ser”, pero sí, definitivamente era. Aguantó la respiración y sintió inconfundibles murmullos, pasos y electricidad recorriendo su cuerpo. “No, no, no” se repetía, “sola no, por favor”.

La imagen de los cinco tipos rebuscando en su clóset, los gritos, el dolor en las muñecas atadas, las súplicas, el desorden final, no la dejaban vivir. Desde ese día Marcela no había vuelto a dormir tranquila aun cuando José había procurado por todos los medios calmarla. En las noches él intentaba acariciarle el cabello, pero ella no se dejaba tocar. Intimidad, ni hablar.

Fue tanto lo que “eso” había cambiado todo para peor, que por una mezcla de miedo e insomnio de meses, la pareja decidió comprar un arma. Algo sencillo de usar, legal, que los pudiera proteger si algo así volviera a ocurrir. En realidad, José confiaba en el efecto placebo que ello podía tener en Marcela.

Esa noche, desesperada registró la habitación en busca de la pistola. Armario, entre colchones, repisas, armario de nuevo, hasta que en la parte superior de la cómoda, vio una cosita de metal reluciente. Su alivio de encontrarla se esfumó al instante cuando vio que se trataba del cortaplumas de José.

Sin importarle no tener el arma, que siendo honesta tampoco sabía cómo usar, el pánico la envalentonó y bajó por las escaleras, escuchando atenta. Por los pasos que sentía, se trataba de dos personas, sin duda. Se escuchaba que hablaban, ¿o reían? No podía decir bien. Siguió avanzando hasta la puerta entre comedor y cocina. Veía las siluetas. Aunque había olvidado sus lentes, eran dos personas en su cocina, lo juraba por las cenizas de su madre, y eso era lo único que necesitaba saber.

No alcanzó a tomar una decisión cuando en ese momento las sombras se abalanzaron hacia el comedor justo donde Marcela estaba de pie y todo ocurrió demasiado rápido; lanzó un grito, su brazo hacia adelante, siguió chillando, sintió la hoja de metal atravesar carne y un cuerpo inerte caer a sus pies.

Se encendió la luz. Marcela temblaba. El cortaplumas flotaba sobre rojo. No acababa de entender. “¿Quién coño es ella?” preguntó. José tenía la cara desfigurada de ¿miedo? ¿pena? ¿ira?... “No es lo que parece”, dijo arrodillándose junto al cadáver. “¿Qué has hecho, Marcela?”. Ella lo perforó con la mirada. Notó el labial en su camisa. Levantó el cuchillo hacia su rostro.

Él se puso de pie e hizo un ademán hacia su bolsillo trasero. “¿Segura de lo que haces, Marcela?” Irguió la espalda a la vez que encajaba en el cinto de su pantalón el cañón de metal. Marcela aguantó por segunda vez en esa noche la respiración. Ahí estaba la puta pistola.




***

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OBSESIÓN DE INVIERNO

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Al pasar esta tarde por la tienda de Rocío, pensé en él. Hace meses que no lo recordaba de manera tan vívida. No lo extraño; solo vino a mi mente por culpa de las bufandas de colores, absolutamente odiosas, que se exhibían en la vitrina. Ello me arrastró automáticamente al interior de la tienda. Quizás debí detenerme allí, pero a veces soy obsesiva. Sonó la campanilla. El lugar estaba semioscuro y desordenado. Escuché la voz ronca de Rocío, “dame un momento, ya voy”. Entonces esperé un momento.
Mientras recorría con mis ojos el lugar, vi en el suelo, entre un montón de ropa, una bufanda negra. En este punto ya era urgente detenerme, pero no pude evitar que me atrajera de forma compulsiva, agachándome en cosa de segundos a recogerla y a sentir su tacto increíblemente suave. Me recorrió un escalofrío por el cuerpo, la dejé caer y salí de allí.
Caminando por la calle me sentía temblorosa. Evidente. Tonta, tonta, ¡qué tonta! Debí detenerme. Pero ya era tarde para eso. Me toqué la frente, convencida de que tenía fiebre. Náuseas. Pero el daño estaba hecho, ya no podría sacarlo de mi cabeza. Me senté en un banquillo a la sombra e hice justamente aquello que la psicóloga me prohibió. Era algo así como “evitar elementos gatilladores”, o “gatunos”. Debería poner más atención en las sesiones.
¿Cuál habría sido nuestro error?
Probablemente todo estuvo en nuestros inicios. Cuando disfrutábamos la vida juntos, solíamos descorchar un vino y sentarnos en la terraza a oler el jazmín. Mi cuerpo se tensaba sabiendo que estaba por entrar en un lugar desconocido, pero la curiosidad siempre era demasiada. Tantas noches a la luz de vela con una copa llena escuchando sus historias. Tenía algo de cautivador e intrigante. Me hacía tanto daño, pero me encantaba escucharlo. Me fascinaba preguntar. Observarlo evocar esas experiencias y sentirme como un espectador secreto eran ya una adicción.
La rutina era siempre la misma; ¿la excusa? Conocernos desde el interior. ¿La verdad? Obsesionarme con su pasado. Me apresuraba a interrogarlo luego de un par de tragos sobre sus aventuras anteriores, necesitando saber cada uno de los pormenores más oscuros. Él accedía y narraba con su maravillosa elocuencia sus viajes, hoteles, amores, pasiones, locuras y desenfrenos.
En mí, una cierta manía iba tomando forma, pero fue esa bufanda, su presencia, la que me envenenó. Yo la adoraba; era fina y suave, de alpaca. Con ella puesta, el invierno parecía casi acogedor. Acariciarla era como besarlo a él recién afeitado. A veces me la ponía, con o sin su permiso. Me excitaba saber que tenía su perfume rodeando mi cuello.
Mi orgullo estaba convencido de que podía soportar todas sus vivencias, estaba convencido de que sus historias eran solo eso, historias. Lamentablemente, hubo pequeños momentos que fueron deteriorando ese orgullo. Fueron destrozando cuánto me gustaba esa bufanda, y poco a poco, cuánto me gustaba él.
Coherente con mi hábito destructivo, estaba empecinada en saber de ella y su relato. Qué bonita es, ¿dónde la has comprado? Él me dijo que era un regalo, pero en una de esas noches de velas y vinos yo quería más. Fue un regalo de un amor antiguo, mencionó. Pero no tan antiguo, supe yo, cuando volqué mi copa sin querer en la mesa y él, enfurecido, me reprendió gritando el nombre de ella.
El objeto de mi amargura era esa bufanda. Ella pagaba sus pecados. Recuerdo que aquel día, herida por haber sido llamada por su espantoso nombre, subí corriendo las escaleras hacia la habitación, mientras él me perseguía disculpándose, y arranqué a la maldita de un tirón, botando al suelo un par de prendas. Él odiaba el desorden y yo amaba el drama. La arrojé furiosa al basurero. Él me miró y estalló en carcajadas. Se acercó a abrazarme lentamente, como si yo fuese un puerco espín y sucumbí ante sus encantos. Él era así, una dulzura. Y yo, cada vez, guardaba rápidamente, aunque en el cajón de las heridas, las memorias de la anterior.
A lo largo de los años fui adquiriendo hábitos en torno a ella. Cuando nadie miraba, me plantaba frente a las estanterías de nuestro armario y me dedicaba a observar desde cierta distancia aquella bufanda. Era como si ella, no la bufanda, sino ella, me mirara diciéndome cosas horribles. Yo me creía cada una de sus palabras imaginarias. Le dejaba hablarme y cuando me había menospreciado lo suficiente, me acercaba, la tomaba entre mis manos, la desdoblaba y volvía a doblar, a lo ancho y a lo largo, como a él le gustaba, alisándola con los dedos hasta que quedara perfecta para devolverla a su lugar.
Creo que lo mejor habría sido botarla. Pero él nunca entendió. Yo intenté explicarle sutilmente, y luego con histeria, que había que deshacerse de ella. Le conté como un día, en que él había estado de viaje, ella apareció junto a mí en la cama. Le juré que era cierto. Había intentado colgarse a mi cuello pero yo fui más ágil. Volviendo del viaje le rogué que la tirásemos, pero él no quiso. Extrañamente jamás comprendió por qué yo sentía celos. Pero no solo los sentía; me comían por dentro mientras la bufanda gozaba al verme así. Era como si un pedazo de mi alma se hubiese podrido.
Nuestra relación seguía igual formalmente, pero yo me volví un desastre. Solo podía pensar en ella, en la anterior, y en la bufanda. Cada noche tenía pesadillas, en que ella se lanzaba sobre mí, rodeaba mi cuello con sus manos o flecos, ya no sé, y apretaba con fuerza. Cada mañana me despertaba con el pijama sudado y la piel helada, mientras él roncaba plácidamente a mi lado. Cada tarde me escurría por debajo de su escritorio y tomaba su teléfono móvil, escondida bajo la bufanda, maldita bufanda, que a veces era del tamaño de una manta y buscaba algún alimento para mi obsesión. Una palabra, una señal.
Cuando todo se terminó, él no comprendió ni pude yo explicar el porqué. Pero cuando me fui de nuestra casa, aproveché un momento de discusión e hice lo que necesitaba hacer. Encargarme de ella. Me encerré en la habitación, la miré y ya no tuvo la osadía de insultarme, pero eso no le sirvió. No tuve piedad y la rasgué en mil pedazos, como si alguna fuerza diabólica se hubiese apoderado de mí. Tomé mis maletas, cerré la puerta al salir y nunca supe más de él.
Creo que ese fue nuestro error: esa repulsiva bufanda negra de alpaca.