jueves, 4 de abril de 2013

Cíclos

-         - Vamos, pónganse los cinturones por fa’ chiquillas-. Le pedí a la Flo, a la Jose y a la Chica.
-          -¡Ya, que exageraa’!-. respondió la Chica.
-        -  ¡Ay que pesada, no nos vamos a matar de aquí a quinientos metros!-. dijo la Flo.
-         - Bueno hagan lo que quieran-. Les dije un poco molesta.
Bajamos desde mi casa, a cincuenta kilómetros por hora, por un camino que ya había hecho muchas veces, con la música a full volumen. Siempre salíamos las cuatro juntas y ya habían pasado tres fines de semana desde que no venía a la ciudad, y solo quería pasarlo bien una noche.
-          -Llegamos. No dejen cosas de valor en el auto por fa.- Les pedí a todas.
-          -Bueno, pero yo voy a dejar mi chaleco-. Dijo la Jose
-         - ¡Sí, yo igual!-. Replicó la Chica
-        - Yo también; están locas que voy a andar con mi chaqueta en la mano. ¡Hay que verse bien!-. Exclamó la Flo.
-          Bueno, tienen razón, pero dejemos todo en la maleta-. Introduje la llave para abrir el maletero y todas metimos nuestros abrigos ahí dentro. 
Estamos en la fila. Pleno invierno. Es de noche. Todos empujan solo por tener un poco de diversión. Todos empujan y gritan. Todos llaman por celular. El patetismo inunda la escena.

Todas las mujeres tiemblan de frío; tiritan sus piernas y castañean sus dientes, mientras esperan entrar al recinto con sus faldas cortas y vestidos apretados. Algunos toman alcohol, algunos fuman, y todos empujan. Debí bajar mi chaqueta.

Tres guardias de metro ochenta cuidan la puerta. No dejan pasar a nadie más. Miro alrededor y quiero salir de ahí... pero la enorme fila tras de mí lo hace imposible. Jamás había visto con esos ojos lo que ocurría ahí. Jamás me había sentido tan despojada de mi individualidad. Soy la multitud irracional.

Todo se repite. Hace frío y todos vestimos trapos ennegrecidos ¿o solo es la oscuridad de la noche? Todos empujan obligando a los primeros a entrar en el recinto. Tres guardias de metro ochenta cuidan la puerta y nos gritan. Todos gritamos en realidad. Algunos lloran y varios fuman.

Los que tienen la mala suerte de quedar en los bordes de la multitud reciben palos y golpes. Algunos caen. Nadie los ayuda. La fila para entrar a bailar es insoportable. Los del borde siguen cayendo y otros son apresados contra las rejas. Algunos se tropiezan. Caen algunas mujeres en tacos de trece centímetros. No es fácil mantener el equilibrio así. ¿Por qué no bajé mi abrigo?

Todos empujan. Los traposos y las jóvenes maquilladas. Todos gritan y discuten con los guardias. Algunos fuman. ¿A dónde estamos entrando? La espera pierde sentido. Somos una marea de miradas perdidas.

¿Qué tan patética puede resultar esta escena? ¿A eso aspiramos? ¿Por esto es por lo que queremos tener tiempo libre? O mejor dicho, ¿Por esto vivimos?

¡Qué cíclico y qué inhumano es este mundo!

Mientras estamos en la fila pienso en la falta de amor que hay aquí. Me siento tan vacía que tengo náuseas. Y todos en su interior deben estar pensando en cuán patético se ve el otro. Pero yo pienso en “nosotros”: en el patético colectivo.

Hombres y mujeres miran a la multitud y piensan que jamás serían parte de ella. Y empujan y son empujados para entrar. ¿Sabrán que no es a bailar, sino a un campo de concentración a lo que estamos entrando? Los traposos y las mujeres sumisos esperan poder entrar fundidos en la masa, pensando en que se destacan por algo, sin poder determinar qué.

Todos están en la lista. ¡Qué alivio! Los que no, que lástima, no podrán entrar.
El rebaño inhumano, animalizado, va entrando lentamente al recinto. ¡Al fin! Los guardias de metro ochenta deciden ceder ante nosotros.Y la masa ingresa implacable al lugar. Si se trata de un club para bailar, un campo de concentración alemán o una cárcel vietnamí; ¡Qué más da!