jueves, 28 de diciembre de 2017

JEAN

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Emigrar fue, por lejos, la peor idea de Jean. Peor que cuando decidió desayunar ese par de huevos que llevaban un mes en el frigorífico y peor que cuando hizo el amor con Marilú sin protección. Emigrar fue, por mucho, la peor de todas sus ocurrencias.
Si se puede decir algo en defensa del país al que llegó, Jean no hablaba correctamente el idioma ni tenía un aspecto demasiado agradable: le faltaban dos dientes y su rostro moreno tenía un par de cicatrices mal cosidas, lo que justificaba –ante los ojos nacionales– el trato hostil del que era merecedor.
Ilusionado emigró desde el calor de su tierra para llegar a comienzos del verano, buscando temperaturas familiares para “facilitar el cambio”, según le aconsejaron. Al final, la encrucijada por una vida mejor no fue otra cosa que el verano más largo e infeliz de su vida. «Daría todo por un poco de frío», reflexionaba más tarde, culpando a los treinta y siete asfixiantes grados de su nueva ciudad de todos sus males.
Alcanzó a estar un par de meses en su nueva nación sin llegar a recibir ese añorado primer invierno. Bajo la sequedad aplastante, Jean se las arregló para hacer una cantidad increíble de cosas, como si del mejor verano de su vida se tratase.
Dio conciertos a miles de personas que, apuradas por llegar a sus trabajos, se detuvieron a oírle (seguro no tuvieron otra opción); consiguió suficientes envoltorios como para tapizar de colores todas las paredes de su cuarto y hacerla acogedora, e incluso, pensó en iniciar su propia empresa de reciclaje; probó las frutas más deliciosas y durmió bajo la sombra de robustos árboles aprovechando algún descuido del supervisor.
Jean intentaba mantener el espíritu en alto frente a la cuesta imposible que ante él se elevaba: atrapado en un cubículo de cemento que le costaba más de lo que ganaba, en una habitación hacinada sobre y bajo miles iguales, alineadas hacia el cielo –¡vaya paradoja!– en una ciudad horrible y gris. Muchas noches rezaba hecho un óvalo sobre el colchón hasta dormirse y muchas otras solía preguntarse cuál era el sentido de su travesía.
Sin embargo, la angustia ante las súplicas sin respuesta y la búsqueda de un propósito no eran nada en comparación al sentimiento de rechazo: ese fue el fantasma que lo persiguió durante todo el tiempo que estuvo en su nuevo hogar, fantasma que lo acompañó hasta que su verano terminó abruptamente.
Quizá tuvo suerte de nunca abrazar el invierno que tanto ansiaba conocer. «De lo que se salvó», pensaron sus amigos meses más tarde: varios de sus compañeros de viaje sí lo soportaron y más de alguno dejó este mundo en medio de tristeza, edredones viejos, techos de lata y lluvia helada recorriendo la nuca torcida.
Pero Jean no era una persona con suerte. No fue el frío, sino otro destino el que su nuevo país le había preparado la tarde del veinte de marzo a las seis, en el autobús camino a casa luego de otro largo día de intentos de trabajo.
–¡Me han robado! –comenzó a gritar una mujer que viajaba junto a él, mirando de un lado a otro con su cara huesuda–. ¡Me han robado!
–¡Silencio! –exclamó alguien irritado desde el fondo del bus.
–Señora cálmese. ¿Qué ocurre? –preguntó desde el frente el conductor.
–¡Le digo que me han robado! –chillaba tocándose los bolsillos con histeria–. ¡Mi teléfono! ¡No está!
–¡Silencio, señora! –vociferó fuertemente el conductor y todos los pasajeros se miraron–. Alguien llame a la señora, por favor. ¿Señora? Diga su número –prosiguió el conductor algo más calmado.
Al interior del transporte la tensión iba en aumento debido a los gritos agudos de la señora y las voces sobreponiéndose a ella en el intento de acallarla. Varios registraban sus propios bolsillos y la mujer rogaba que alguien discara su número para descubrir al delincuente con las manos en la masa.
Justo en el momento en que el teléfono empezó a sonar apareció en el suelo del autobús patinando sobre la carcasa plástica. El delincuente se había librado por los pelos. O tal vez la señora lo había dejado caer en un descuido. Fue Jean quien lo vio deslizándose de un lado a otro y orgulloso lo apuntó.
–Ahí está –balbuceó, pero había demasiada gente. Se agachó a recogerlo y lo entregó a la señora quien, para su sorpresa, comenzó a increparlo.
–¡Él lo cogió! ¡Ladrón!­ –acusó a Jean–. ¡Inmigrantes repugnantes! ¡Vienen aquí a robar! –los pasajeros asentían.
–¡Son violentos! ¡Ladrones! –voces anónimas se sumaban al altercado.
–¡Vienen a quitarnos lo que es nuestro!
–¡¡Son ladrones y asesinos!! ¡Bájenlo!
–¡Sí! ¡Fuera, ladrón! –sentenció la mujer. Jean no entendía lo que ocurría, pero para algunas cosas sobran las palabras: sintió todos los rostros volteados hacia él despreciándolo.
–Yo no, madame, yo no … su fono. –El español entrecortado de Jean solo empeoró la situación y la muchedumbre le impidió explicarse.
Los pasajeros gritaban enardecidos. El conductor no podía detenerse en medio de la carretera y a los pocos minutos, la paciencia se agotó. Lo golpearon con puños y piernas, mientras una joven gritaba desde su asiento que la ley protegía a los que se defendieran de los inmigrantes. Todos le daban la razón, a pesar de lo improbable que parecía la cita legal.
–¡Denle su merecido!
–¡Ladrón!
Cuando por fin se abrieron las puertas en la parada, la multitud lo empujó fuera como si de un bulto se tratara, abandonándolo en medio de una calle desconocida en una comuna desconocida de un país desconocido. Su cuerpo aguardó pacientemente, y no fue hallado sino semanas más tarde, bajo un montón de hojas y colores otoñales.
–De lo que se salvó –repetían los compañeros de Jean una y otra vez durante la vigilia celebrada en su memoria, consolándose mutuamente entre el castañeo de dientes, abrazados bajo mantas agujereadas a la luz de las velas–. De lo que se salvó.

Concurso Historias de Familia

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EL CUMPLEAÑOS DE JOSELITO

Un azote sorpresivo en la mano de Joselito, que deambulaba ciega por la mesa, lo llevó a esconderla en cuestión de segundos en la fortaleza que había allí debajo. Se cogió los dedos con una mueca de dolor y los ojos vidriosos.
Esperó un par de minutos y se asomó lentamente por el espacio existente entre el mantel y el suelo. Movió con sigilo su cabeza a la izquierda, luego a la derecha… pero ya era demasiado tarde. La Vieja Candelaria lo tomó de una oreja y lo arrastró al centro del salón.
–¡Pensabas que nadie te vería! ¿A que sí? ¡Niño malcriado! –dijo alzando el brazo hasta donde el hombro le permitía.
–¡No, Vieja! Por favor, no he hecho nada –suplicó Joselito escondiendo la cabeza entre sus rodillas.
–¡Te vi hacerlo! Ven aquí, ¡rata!
La Vieja Candelaria lo tomó de donde pudo, tirando de su suéter de lino y resoplando, mientras Joselito intentaba librarse lloriqueando por clemencia.
–Mire ¡mire Señora! ¡Véale! Lleno de chocolate. Le vi en el momento preciso ¿sabe? Habrá que darle su merecido. –La Vieja ubicó a Joselito frente a su madre, sudando furiosamente.
–Vamos, Candelaria, tranquilícese primero. Déjelo ir. –El niño, con la boca todavía llena de restos se soltó y corrió al regazo de su madre.
–Mamá, yo no fui, lo prometo. ¡Fue Lili! La Vieja dijo palabras muy feas ¡dijo “mierda”, mamá!
Clara, quien momentos antes de que esa multitud belicosa irrumpiera en su habitación, peinaba su cabello con decoro y mucha laca, miró a la Vieja Candelaria y a su hijo suspirando.
–Candelaria, no tiene por qué ponerse así y menos en el cumpleaños del niño –los ojos de la Vieja empezaron a desorbitarse–. Pero –la Vieja devolvió su mirada al tamaño normal–, no debes comerte lo que hemos preparado para los invitados –dijo Clara ahora mirando a su hijo.
–Mamá, fue Lili, lo juro.
–Querido, no tienes que mentirme, no pasa nada. Por favor dejen ya tú y tu hermana de comerse las galletas. ¿Acaso quieres que tus amiguitos no puedan probarlas? –lo reprendió simulando severidad.
–Bueno, mamá, lo siento –dijo Joselito mirando la punta sus zapatos de fiesta, avergonzado.
Lili todavía se ocultaba bajo la mesa, con el vestido marinero que la abuela le había regalado en Navidad completamente sucio con migajas y chocolate. Cuando Joselito había sido arrastrado fuera de la guarida por la Vieja Candelaria, ella se mantuvo inmóvil y en silencio. Contuvo la respiración lo suficiente y luego aprovechó para comerse el botín que le había costado a su hermano el buen golpe.
–Eh, tú, maldita. –Lili dio un salto cuando apareció la cabeza de Joselito bajo el mantel–. Mira como me ha quedado la mano por tu culpa. Ya no quiero seguir jugando contigo –dijo el niño.
–No, no, mira. !Mira! Te hice un regalo de cumpleaños. –Lili le mostró con ambas manos en forma de cuenco una bola de pelusas que había encontrado en la alfombra.
–¡Eres asquerosa! ¡Le diré a mamá!
Lili se quedó nuevamente sola en el escondite dando saltitos de risa e intentando limpiar su vestido con saliva. No pasó mucho tiempo hasta que escuchó gritos llamándola por su primer y segundo nombre, por lo que decidió entregarse.
–¡¿Qué has hecho con tu vestido?! ¡Virgen Santísima! –La Vieja Candelaria, que ya tenía la comida y el salón bajo control, seguía al acecho de los niños–. ¡Señora! ¡Señora! –chillaba persiguiendo a Lili por la casa que, menos mal, era de un solo piso.
«Qué pasará ahora, por Dios», se preguntó Clara cansada de tanto bullicio inútil. Puso el seguro en la puerta del baño y retocó su maquillaje. No tenía muy claro, en todo caso, el propósito de arreglarse sabiendo que solo vendrían las madres de la clase de Joselito con sus hijos y que, al final, sería otra tarde aburrida de té con galletas.
Dio una última vuelta en cámara lenta frente al espejo mientras la Vieja Candelaria, Joselito y Lili tocaban a dos puños en su puerta. Ni un minuto podía estar sola. Únicamente restaban los gritos de su marido, que de haber estado allí habría sido uno más a la puerta clamando atención. Era una de aquellas ocasiones en que Clara se alegraba de que ese canalla se hubiese largado y que tuviese a otra para eso.
Abrió la puerta, miró el reloj y flanqueó a la pequeña muchedumbre. Les indicó a todos que fueran hacia el salón para esperar a los invitados.
–Ya deben estar por llegar tus amiguitos –le dijo a Joselito guiñándole un ojo y él sonrió tímidamente.
Se instalaron en el sofá de gamuza a esperar. Estuvieron un par de horas sentados, pegados uno al lado del otro, sin noticias de nadie. A las siete menos cuarto Joselito, con lágrimas en los ojos, salió al jardín a jugar con Bobbi que le daba lengüetazos de felicidad en la cara. Dentro, Lili cayó rendida sobre los cojines y Clara muy erguida en su sitio, pensaba en qué diablos había ocurrido.
–Joselito, hijo ¿las invitaciones? –El niño se volteó desconcertado.
–Mamá, yo… parece… contestó y comenzó a llorar.
Clara se levantó, fue hacia la habitación de su hijo y registró todo hasta que se cruzó con lo que buscaba: el bolso escolar tirado bajo la cama. Lo abrió y buscó en cada bolsillo, dando por fin con un sobre escrito con su propia letra. Rezaba: “Para Profesora Mary”, cerrado tal como ella se lo había entregado a Joselito para que lo repartiera entre sus compañeros. En su interior aguardaban, también como las había dejado, veintitrés invitaciones de colores que ella, Lili, Joselito y la Vieja Candelaria habían pasado decorando la tarde del lunes anterior.

lunes, 7 de agosto de 2017

Participación Concurso: Historias de Viajes.



STENDHAL
La primera y única vez que fui a Europa nadie me anticipó que el viaje podía meterse con mi cabeza de esa manera, pero la locura que me invadió fue incontrolable e impredecible. Si lo intento explicar desde el principio, diría… Empacar. Prepararse. Lugares desconocidos y alimentos extraños. Fotografiarlo todo. Antiácidos y suficiente ropa interior. ¿Qué se me podía escapar? Supuse que nada. Mi provincianismo solo consideraba dos alternativas: un viaje inolvidable o sólo un viaje.
El que no me advirtieran fue para mejor porque de seguro se me habría escapado una carcajada en la cara del que me lo hubiese intentado explicar, o bien, lo habría googleado autosugestionándome irremediablemente. De hecho, para muchos se trata de una situación basada en persuasiones, que cualquier médico respetable inscribiría en una enfermedad aprobada por organizaciones serias y oficiales. ¡Pero qué más da! Stendhal me abrazó. La forma en que me afectó me convenció de su realidad. ¿Cómo podría haberme dejado influenciar por algo que no sabía siquiera que era posible?
No quiero llevar a confusiones. Es, pero no para cualquiera. Quizás no lo sea para ti, o incluso, no lo sea para mí. Creo que un cuento es el mejor lugar para expresar las extrañezas que implican el estar vivo; mejor que narrarlo a viva voz durante la cena (ya soporté la mirada de otros comensales como si fuera un conejillo de indias medio borracho).
Para que Stendhal sea real, se necesita de una sensibilidad absurda. Cuando era adolescente mi madre solía decirme a modo de no sé qué clase de instinto maternal, que era una persona excesivamente somática. ¿Eso explica algo? Digamos que no, pero era la causa que ella le daba a mi síndrome de colon irritable.
Ya en mi época adulta, víctima de la ignorancia propia que conlleva una educación en extremo religiosa, fui invitada a escuchar un concierto. Se trataba de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler. Sin entender nada en estricto rigor, me dejé llevar por la música y en el cuarto movimiento no era capaz de contener las lágrimas.
Supongo que ni Stendhal ni mi discurso son demasiado precisos, pero soy una ferviente defensora de que hay cosas que sólo pueden mostrarse con ideas vagas, experiencias, metáforas; cosas a las que sólo se puede llegar mediante rodeos.
Aterricé en el mundo viejo, nuevo para mí, y lo sobrellevé con decencia hasta el día ocho o nueve, aunque si soy sincera, mis conductas erráticas empezaron algo antes.
Recuerdo que al conocer, llamémosla “Ciudad Laberíntica”, me paseé por las callecitas sintiéndome como en un juego para adultos, tan confundida que me perdí (seguro me escondí a propósito, pero esas memorias están algo nubladas). Estaba ajena a mí. Mi novio me buscó desesperado por horas, hasta que me encontró al interior de una iglesia románica, acostada en el suelo soñando con las obras grabadas en el cielo.
Stendhal se había apoderado de mi interior. El día siete conocimos “Ciudad Ancestral”. La atracción principal, consistente en un acueducto romano, se erigió ante mis ojos y corrí hacia él. Mi novio intentó detenerme mientras gritaba que qué diablos hacía (creo que a veces lo avergüenzo, pero esta vez no cuenta: ¡estaba fuera de mí!). Me acerqué a la piedra, me quedé mirándola y me abracé a uno de sus pilares durante un largo rato con los ojos cerrados. Mi novio me miraba desde una distancia prudente.
– Te esperaré en un café aquí en frente ¿vale? -, dijo algo incómodo.
– ¿Quién lo puso aquí? -, lo interpelé con brusquedad.
– Tranquila. Los romanos -, contestó.
– Ya. Pero igual no entiendo.
– ¿Qué hay que entender?
– ¿Cuándo?
– Siglo II D.C. ¿Te parece si seguimos?
– No, no me parece.
Yo tenía la mejilla pegada a la superficie rocosa. ¿Me estás diciendo que esto lleva más de mil ochocientos años aquí? ¿Aquí mismo? No podía soltarla, era una sensación inexplicable. Estaba por llorar y ni siquiera los argumentos acerca de que la piedra estaba llena de orina y escupitajos lograban sacarme de ahí. Escuchaba el “joder” susurrado de mi novio, todavía contemplándome desde un par de metros.
No sé decir si todo mi asombro era positivo. Simplemente lo sentía, era físico. Deseaba encontrar alguna explicación razonable a mis comportamientos, como el hecho de que todo fuera demasiado antiguo, demasiado histórico, demasiado diferente a mi país. De donde yo vengo, cada cierto tiempo un desastre natural se lo lleva todo sin piedad; nada supera los cien años y lo que vemos hoy se habrá ido dentro de los cien que vendrán.
El día nueve Stendhal me afectó profundamente. Alojábamos en “Ciudad Impresionante” y ya casi se terminaba el viaje. Paseábamos por un pueblo en que todo era de piedra, incluidas personas y animales, con musgo y buganvilias enraizadas en cada esquina. Yo caminaba con el brazo derecho estirado, tocando cada pared y acercándome a besar las murallas, pegando mis labios a la piedra fría y olorosa.
– ¿Qué haces? -, dijo mi novio, cansado de mis extravagancias y horrorizado de que me pudiera contagiar alguna enfermedad.
– Absorbo la energía, -él puso los ojos en blanco -, ¡No me mires así! Alguien puso esto aquí, ¿sabes? Hace siglos y sigue aquí. Nos moriremos y dará igual. Quizás me muera ahora mismo.
– Tontilla, no pasa nada-, me rodeó con sus brazos conmovido por mi estado.
Comencé a llorar. Me invadió un infinito mareo, como si fuera una forastera dentro de mi cuerpo. Daba cada paso adelante con la sensación de cuando bajamos las escaleras a oscuras convencidos de que resta el último peldaño. Me sentía tan nada y tan sola, como si en realidad fuera a morir.

Inhalando con dificultad, poco a poco el cosquilleo de las buganvilias me devolvió al presente; pequeñas ramas subían enroscándose por mis piernas, jugueteando con mis caderas. No pude evitar sonreír. Mis manos, mi rostro, todo en mí cedía, por fin, ante la piedra que me abrazaba.

martes, 25 de abril de 2017

Mención Honrosa en I Concurso Relatos Filosóficos


Publicado en https://clubdeescritura.com/convocatoria/i-concurso-relato-filosofico/leer/319469/de-las-flores-secas-y-la-felicidad/


DE LAS FLORES SECAS Y LA FELICIDAD.

Lo que sucede es lo siguiente. Antes de explicarlo, necesito dejar constancia de que no estoy excusándome, aunque lo parezca. Sólo lo estoy escribiendo porque necesito sacarlo de mí, nada más. Lo que ocurre es que mientras iba hoy apretada en el bus, y luego apretada en el metro, transpirando bajo las cuatro capas de ropa que me puse en la mañana, intenté retomar la historia que eliminé hace unos meses de mi computador. Pensé: es un buen relato y quizás pueda publicarlo. Se llamaba “Bodegón”.
No lo eliminé en un ataque artístico, de esos que te agarran y te destruyen diciéndote al oído que tu trabajo es una basura. No, no, ojalá. Ese era un cuento que me gustaba, por fin, y que sin querer, intentando guardar mis archivos en mi nuevo computador, desapareció. Así, sin más. Apreté todas las teclas que pude y no sirvió. Luego, me quedé perpleja durante una hora frente a la pantalla, pero tampoco funcionó.
Llevo semanas queriendo recuperarlo, intentando acordarme de qué se trataba, pero mi memoria está frágil, o tengo demasiado revoloteando en mi cabeza. Actualmente tengo tres trabajos y con eso logro pagar mis cuentas. Bueno, también me compré un computador nuevo. Pero no me queda casi tiempo; tiempo para leer, para escribir, para conservar mis amistades. Para pensar. Eso es lo menos alcanzo a hacer, porque voy todo el camino, de un lado a otro, enfurecida con quienes me empujan o desesperada en el vagón del tren, tratando de alcanzar mi propio cuerpo para quitarme el maldito abrigo. Y cuando ya llego a la oficina de la mañana, o a la oficina de la tarde, solo quiero tomarme un té y leer el periódico. O cuando llego a casa, dormir.
Sé que parece que he perdido el hilo, pero hago lo que puedo. Mi cuento “Bodegón” trataba principalmente de las flores secas. De esas rosas rojas que te regalan y que luego de unas semanas cuelgas boca abajo, hasta que sus hojas se endurecen tomando un color profundo y oscuro, casi tétrico. Era una historia en que intentaba descifrar por qué me gusta tanto la naturaleza muerta, incluso más que la viva. O bueno, eso es lo que sentía mi personaje. Creo que ella estaba algo deprimida; se sentaba horas a mirar sus flores muertas, como le decía su novio, y ella lo corregía: ¡secas! No muertas…
Pienso que escribir es una forma de conocerse, de indagar en uno mismo. Desde pequeña siempre llevé diarios personales en los que escribía cada día lo que me pasaba, lo que sentía, lo que veía. Pero ahora, corriendo de un lado a otro, ya nunca escribo. Ni de mí, ni de otros. Tampoco pienso en mí, ni en otros.
Creo que me siento como ella, como mi personaje inconcluso, que duerme hoy en alguna papelera virtual. Me paso horas mirando naturaleza muerta y no me queda tiempo para meditar. Pensar a dónde quiero ir o cómo quiero vivir. Nada de eso; solo veo caras muertas (y algunas también secas), que van de un lado a otro, frenéticas, haciendo y deshaciendo. A veces culpo al sistema económico. Otras veces, a las redes sociales. Al frío. Pero en el fondo es el drama humano. La vida se impone; casi siempre coincide que aquellos atrapados en la rutina, esa que engulle las inquietudes sociales, artísticas, humanas, son quienes podrían cambiarlo todo. Como mi personaje. Yo quería que fuera una gran persona y estaba segura de que hubiese podido sacarla de su ensimismamiento, pero no alcancé.
En todo caso, ella ya no existe y lo que me trae aquí es simplemente la rabia que me produce haber borrado mi cuento. Qué bruta soy. Mi personaje ni siquiera alcanzó a tener un nombre, pobrecita. Era mujer, eso lo sé. Pero aún no sabía en qué trabajaba ni cuáles eran sus problemas. Ese novio que aparecía, aún no sabía de qué iba. ¿La quería realmente? Seguro que no y por eso ella se quedaba tantas horas frente a sus flores secas, en vez de ir a abrazarlo. A veces siento que no logro hacer felices a mis personajes. Los hago miserables y desdichados. Quizás ella tuvo suerte de haberse perdido en un archivo lejano.
No sé si lo que digo tiene algún sentido, pero me gustaría poder tener un momento en el día, no solo en el reloj, para poder pensarme. Sentir que la vida es mía y no de otros. Justo lo contrario a como lo siento ahora, percibiendo la energía de mi jefe acercarse hacia mi oficina. Taconazos en sonido ascendente. Me recorre un escalofrío, no de miedo, sino de pereza. Supongo que este tampoco era el minuto apropiado para pensar en flores secas y en la felicidad.








miércoles, 5 de abril de 2017

Julia no llora




Había sido un turno lento y este era el primer ingreso de la tarde. El José venía desarmado. Rígido y congelado en el tiempo. Mi trabajo me obligaba a ser fuerte, pero me paralicé. Cuántas veces la Julia le repitió a José: "ten cuidado, esa cosa es un ataúd con ruedas, ¡pa' qué te la compraste!". Es que José adoraba la sensación del viento en su cara, "es una adicción" le decía con una sonrisa de lado a lado. Una condena, respondía ella colgándose de su cuello para retenerlo cada vez que pensaba salir. Pero a él la velocidad lo hacía feliz. Cuando vi entrar ese casco de diseños militares aún protegiendo sus facciones, el pantalón suyo de siempre hecho jirones y la chaqueta de cuero con el halcón que tanto le gustaba, completamente rasgada, algo recorrió mi cuerpo, pero me mantuve fuerte. Empecé a desvestirlo con cuidado, rogando porque ella ya lo supiera. "Julia no llora" me repetía. Ella nunca llora. 

miércoles, 4 de enero de 2017

En 100 palabras

Cómo robar una sonrisa


Igual que todas las mañanas, tuve que ir al Ministerio a hacer trámites. Trámites, a eso se reduce cada día; pero ese fue especial. Caminando hacia el metro un guardia me sonrió y al bajar de él, un señor del aseo me sonrió. Avanzando hacia el edificio, el carabinero de la esquina de siempre me sonrió y luego, al cruzar la calle, un peatón desconocido me sonrió. Entré al Ministerio, caminé hacia el funcionario del escritorio de en medio, que ya me conocía. Me sonrió y me regaló una flor de origami, hecha con papel de fotocopias viejas. Entonces, yo sonreí.