jueves, 28 de diciembre de 2017

JEAN

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Emigrar fue, por lejos, la peor idea de Jean. Peor que cuando decidió desayunar ese par de huevos que llevaban un mes en el frigorífico y peor que cuando hizo el amor con Marilú sin protección. Emigrar fue, por mucho, la peor de todas sus ocurrencias.
Si se puede decir algo en defensa del país al que llegó, Jean no hablaba correctamente el idioma ni tenía un aspecto demasiado agradable: le faltaban dos dientes y su rostro moreno tenía un par de cicatrices mal cosidas, lo que justificaba –ante los ojos nacionales– el trato hostil del que era merecedor.
Ilusionado emigró desde el calor de su tierra para llegar a comienzos del verano, buscando temperaturas familiares para “facilitar el cambio”, según le aconsejaron. Al final, la encrucijada por una vida mejor no fue otra cosa que el verano más largo e infeliz de su vida. «Daría todo por un poco de frío», reflexionaba más tarde, culpando a los treinta y siete asfixiantes grados de su nueva ciudad de todos sus males.
Alcanzó a estar un par de meses en su nueva nación sin llegar a recibir ese añorado primer invierno. Bajo la sequedad aplastante, Jean se las arregló para hacer una cantidad increíble de cosas, como si del mejor verano de su vida se tratase.
Dio conciertos a miles de personas que, apuradas por llegar a sus trabajos, se detuvieron a oírle (seguro no tuvieron otra opción); consiguió suficientes envoltorios como para tapizar de colores todas las paredes de su cuarto y hacerla acogedora, e incluso, pensó en iniciar su propia empresa de reciclaje; probó las frutas más deliciosas y durmió bajo la sombra de robustos árboles aprovechando algún descuido del supervisor.
Jean intentaba mantener el espíritu en alto frente a la cuesta imposible que ante él se elevaba: atrapado en un cubículo de cemento que le costaba más de lo que ganaba, en una habitación hacinada sobre y bajo miles iguales, alineadas hacia el cielo –¡vaya paradoja!– en una ciudad horrible y gris. Muchas noches rezaba hecho un óvalo sobre el colchón hasta dormirse y muchas otras solía preguntarse cuál era el sentido de su travesía.
Sin embargo, la angustia ante las súplicas sin respuesta y la búsqueda de un propósito no eran nada en comparación al sentimiento de rechazo: ese fue el fantasma que lo persiguió durante todo el tiempo que estuvo en su nuevo hogar, fantasma que lo acompañó hasta que su verano terminó abruptamente.
Quizá tuvo suerte de nunca abrazar el invierno que tanto ansiaba conocer. «De lo que se salvó», pensaron sus amigos meses más tarde: varios de sus compañeros de viaje sí lo soportaron y más de alguno dejó este mundo en medio de tristeza, edredones viejos, techos de lata y lluvia helada recorriendo la nuca torcida.
Pero Jean no era una persona con suerte. No fue el frío, sino otro destino el que su nuevo país le había preparado la tarde del veinte de marzo a las seis, en el autobús camino a casa luego de otro largo día de intentos de trabajo.
–¡Me han robado! –comenzó a gritar una mujer que viajaba junto a él, mirando de un lado a otro con su cara huesuda–. ¡Me han robado!
–¡Silencio! –exclamó alguien irritado desde el fondo del bus.
–Señora cálmese. ¿Qué ocurre? –preguntó desde el frente el conductor.
–¡Le digo que me han robado! –chillaba tocándose los bolsillos con histeria–. ¡Mi teléfono! ¡No está!
–¡Silencio, señora! –vociferó fuertemente el conductor y todos los pasajeros se miraron–. Alguien llame a la señora, por favor. ¿Señora? Diga su número –prosiguió el conductor algo más calmado.
Al interior del transporte la tensión iba en aumento debido a los gritos agudos de la señora y las voces sobreponiéndose a ella en el intento de acallarla. Varios registraban sus propios bolsillos y la mujer rogaba que alguien discara su número para descubrir al delincuente con las manos en la masa.
Justo en el momento en que el teléfono empezó a sonar apareció en el suelo del autobús patinando sobre la carcasa plástica. El delincuente se había librado por los pelos. O tal vez la señora lo había dejado caer en un descuido. Fue Jean quien lo vio deslizándose de un lado a otro y orgulloso lo apuntó.
–Ahí está –balbuceó, pero había demasiada gente. Se agachó a recogerlo y lo entregó a la señora quien, para su sorpresa, comenzó a increparlo.
–¡Él lo cogió! ¡Ladrón!­ –acusó a Jean–. ¡Inmigrantes repugnantes! ¡Vienen aquí a robar! –los pasajeros asentían.
–¡Son violentos! ¡Ladrones! –voces anónimas se sumaban al altercado.
–¡Vienen a quitarnos lo que es nuestro!
–¡¡Son ladrones y asesinos!! ¡Bájenlo!
–¡Sí! ¡Fuera, ladrón! –sentenció la mujer. Jean no entendía lo que ocurría, pero para algunas cosas sobran las palabras: sintió todos los rostros volteados hacia él despreciándolo.
–Yo no, madame, yo no … su fono. –El español entrecortado de Jean solo empeoró la situación y la muchedumbre le impidió explicarse.
Los pasajeros gritaban enardecidos. El conductor no podía detenerse en medio de la carretera y a los pocos minutos, la paciencia se agotó. Lo golpearon con puños y piernas, mientras una joven gritaba desde su asiento que la ley protegía a los que se defendieran de los inmigrantes. Todos le daban la razón, a pesar de lo improbable que parecía la cita legal.
–¡Denle su merecido!
–¡Ladrón!
Cuando por fin se abrieron las puertas en la parada, la multitud lo empujó fuera como si de un bulto se tratara, abandonándolo en medio de una calle desconocida en una comuna desconocida de un país desconocido. Su cuerpo aguardó pacientemente, y no fue hallado sino semanas más tarde, bajo un montón de hojas y colores otoñales.
–De lo que se salvó –repetían los compañeros de Jean una y otra vez durante la vigilia celebrada en su memoria, consolándose mutuamente entre el castañeo de dientes, abrazados bajo mantas agujereadas a la luz de las velas–. De lo que se salvó.

Concurso Historias de Familia

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EL CUMPLEAÑOS DE JOSELITO

Un azote sorpresivo en la mano de Joselito, que deambulaba ciega por la mesa, lo llevó a esconderla en cuestión de segundos en la fortaleza que había allí debajo. Se cogió los dedos con una mueca de dolor y los ojos vidriosos.
Esperó un par de minutos y se asomó lentamente por el espacio existente entre el mantel y el suelo. Movió con sigilo su cabeza a la izquierda, luego a la derecha… pero ya era demasiado tarde. La Vieja Candelaria lo tomó de una oreja y lo arrastró al centro del salón.
–¡Pensabas que nadie te vería! ¿A que sí? ¡Niño malcriado! –dijo alzando el brazo hasta donde el hombro le permitía.
–¡No, Vieja! Por favor, no he hecho nada –suplicó Joselito escondiendo la cabeza entre sus rodillas.
–¡Te vi hacerlo! Ven aquí, ¡rata!
La Vieja Candelaria lo tomó de donde pudo, tirando de su suéter de lino y resoplando, mientras Joselito intentaba librarse lloriqueando por clemencia.
–Mire ¡mire Señora! ¡Véale! Lleno de chocolate. Le vi en el momento preciso ¿sabe? Habrá que darle su merecido. –La Vieja ubicó a Joselito frente a su madre, sudando furiosamente.
–Vamos, Candelaria, tranquilícese primero. Déjelo ir. –El niño, con la boca todavía llena de restos se soltó y corrió al regazo de su madre.
–Mamá, yo no fui, lo prometo. ¡Fue Lili! La Vieja dijo palabras muy feas ¡dijo “mierda”, mamá!
Clara, quien momentos antes de que esa multitud belicosa irrumpiera en su habitación, peinaba su cabello con decoro y mucha laca, miró a la Vieja Candelaria y a su hijo suspirando.
–Candelaria, no tiene por qué ponerse así y menos en el cumpleaños del niño –los ojos de la Vieja empezaron a desorbitarse–. Pero –la Vieja devolvió su mirada al tamaño normal–, no debes comerte lo que hemos preparado para los invitados –dijo Clara ahora mirando a su hijo.
–Mamá, fue Lili, lo juro.
–Querido, no tienes que mentirme, no pasa nada. Por favor dejen ya tú y tu hermana de comerse las galletas. ¿Acaso quieres que tus amiguitos no puedan probarlas? –lo reprendió simulando severidad.
–Bueno, mamá, lo siento –dijo Joselito mirando la punta sus zapatos de fiesta, avergonzado.
Lili todavía se ocultaba bajo la mesa, con el vestido marinero que la abuela le había regalado en Navidad completamente sucio con migajas y chocolate. Cuando Joselito había sido arrastrado fuera de la guarida por la Vieja Candelaria, ella se mantuvo inmóvil y en silencio. Contuvo la respiración lo suficiente y luego aprovechó para comerse el botín que le había costado a su hermano el buen golpe.
–Eh, tú, maldita. –Lili dio un salto cuando apareció la cabeza de Joselito bajo el mantel–. Mira como me ha quedado la mano por tu culpa. Ya no quiero seguir jugando contigo –dijo el niño.
–No, no, mira. !Mira! Te hice un regalo de cumpleaños. –Lili le mostró con ambas manos en forma de cuenco una bola de pelusas que había encontrado en la alfombra.
–¡Eres asquerosa! ¡Le diré a mamá!
Lili se quedó nuevamente sola en el escondite dando saltitos de risa e intentando limpiar su vestido con saliva. No pasó mucho tiempo hasta que escuchó gritos llamándola por su primer y segundo nombre, por lo que decidió entregarse.
–¡¿Qué has hecho con tu vestido?! ¡Virgen Santísima! –La Vieja Candelaria, que ya tenía la comida y el salón bajo control, seguía al acecho de los niños–. ¡Señora! ¡Señora! –chillaba persiguiendo a Lili por la casa que, menos mal, era de un solo piso.
«Qué pasará ahora, por Dios», se preguntó Clara cansada de tanto bullicio inútil. Puso el seguro en la puerta del baño y retocó su maquillaje. No tenía muy claro, en todo caso, el propósito de arreglarse sabiendo que solo vendrían las madres de la clase de Joselito con sus hijos y que, al final, sería otra tarde aburrida de té con galletas.
Dio una última vuelta en cámara lenta frente al espejo mientras la Vieja Candelaria, Joselito y Lili tocaban a dos puños en su puerta. Ni un minuto podía estar sola. Únicamente restaban los gritos de su marido, que de haber estado allí habría sido uno más a la puerta clamando atención. Era una de aquellas ocasiones en que Clara se alegraba de que ese canalla se hubiese largado y que tuviese a otra para eso.
Abrió la puerta, miró el reloj y flanqueó a la pequeña muchedumbre. Les indicó a todos que fueran hacia el salón para esperar a los invitados.
–Ya deben estar por llegar tus amiguitos –le dijo a Joselito guiñándole un ojo y él sonrió tímidamente.
Se instalaron en el sofá de gamuza a esperar. Estuvieron un par de horas sentados, pegados uno al lado del otro, sin noticias de nadie. A las siete menos cuarto Joselito, con lágrimas en los ojos, salió al jardín a jugar con Bobbi que le daba lengüetazos de felicidad en la cara. Dentro, Lili cayó rendida sobre los cojines y Clara muy erguida en su sitio, pensaba en qué diablos había ocurrido.
–Joselito, hijo ¿las invitaciones? –El niño se volteó desconcertado.
–Mamá, yo… parece… contestó y comenzó a llorar.
Clara se levantó, fue hacia la habitación de su hijo y registró todo hasta que se cruzó con lo que buscaba: el bolso escolar tirado bajo la cama. Lo abrió y buscó en cada bolsillo, dando por fin con un sobre escrito con su propia letra. Rezaba: “Para Profesora Mary”, cerrado tal como ella se lo había entregado a Joselito para que lo repartiera entre sus compañeros. En su interior aguardaban, también como las había dejado, veintitrés invitaciones de colores que ella, Lili, Joselito y la Vieja Candelaria habían pasado decorando la tarde del lunes anterior.