- - Vamos, pónganse los cinturones por fa’ chiquillas-. Le pedí a la Flo, a la Jose y a la Chica.
- -¡Ya, que exageraa’!-. respondió la Chica.
- - ¡Ay que pesada, no nos vamos a matar de aquí a quinientos
metros!-. dijo la Flo.
- - Bueno hagan lo que quieran-. Les dije un poco molesta.
Bajamos desde mi casa, a cincuenta kilómetros por hora, por
un camino que ya había hecho muchas veces, con la música a full volumen. Siempre salíamos las cuatro juntas y ya habían pasado
tres fines de semana desde que no venía a la ciudad, y solo quería pasarlo bien
una noche.
- -Llegamos. No dejen cosas de valor en el auto por fa.- Les pedí a todas.
- -Bueno, pero yo voy a dejar mi chaleco-. Dijo la Jose
- - ¡Sí, yo igual!-.
Replicó la Chica
- - Yo también; están locas que voy a andar con mi chaqueta
en la mano. ¡Hay que verse bien!-.
Exclamó la Flo.
-
Bueno, tienen razón, pero dejemos todo en la maleta-. Introduje la llave para abrir el maletero y todas
metimos nuestros abrigos ahí dentro.
Estamos en la fila. Pleno invierno. Es de noche. Todos
empujan solo por tener un poco de diversión. Todos empujan y gritan. Todos
llaman por celular. El patetismo inunda la escena.
Todas las mujeres tiemblan de frío; tiritan sus piernas y
castañean sus dientes, mientras esperan entrar al recinto con sus faldas cortas
y vestidos apretados. Algunos toman alcohol, algunos fuman, y todos empujan. Debí
bajar mi chaqueta.
Tres guardias de metro ochenta cuidan la puerta. No dejan
pasar a nadie más. Miro alrededor y quiero salir de ahí... pero la enorme fila
tras de mí lo hace imposible. Jamás había visto con esos ojos lo que ocurría
ahí. Jamás me había sentido tan despojada de mi individualidad. Soy la multitud
irracional.
Todo se repite. Hace frío y todos vestimos trapos ennegrecidos ¿o solo es
la oscuridad de la noche? Todos empujan obligando a los primeros a entrar en el
recinto. Tres guardias de metro ochenta cuidan la puerta y nos gritan. Todos
gritamos en realidad. Algunos lloran y varios fuman.
Los que tienen la mala suerte de quedar en los bordes de
la multitud reciben palos y golpes. Algunos caen. Nadie los ayuda. La fila para
entrar a bailar es insoportable. Los del borde siguen cayendo y otros son apresados
contra las rejas. Algunos se tropiezan. Caen algunas mujeres en tacos de trece
centímetros. No es fácil mantener el equilibrio así. ¿Por qué no bajé mi
abrigo?
Todos empujan. Los traposos y las jóvenes maquilladas.
Todos gritan y discuten con los guardias. Algunos fuman. ¿A dónde estamos entrando? La espera pierde sentido. Somos una
marea de miradas perdidas.
¿Qué tan patética puede resultar esta escena? ¿A eso
aspiramos? ¿Por esto es por lo que queremos tener tiempo libre? O mejor
dicho, ¿Por esto vivimos?
¡Qué cíclico y qué inhumano es este mundo!
Mientras estamos en la fila pienso en la falta de
amor que hay aquí. Me siento tan vacía que tengo náuseas. Y todos en su interior
deben estar pensando en cuán patético se ve el otro.
Pero yo pienso en “nosotros”: en el patético colectivo.
Hombres y mujeres miran a la multitud y piensan que jamás
serían parte de ella. Y empujan y son empujados para entrar. ¿Sabrán que no es
a bailar, sino a un campo de concentración a lo que estamos entrando? Los
traposos y las mujeres sumisos esperan poder entrar fundidos en la masa, pensando en que se destacan por algo, sin poder determinar qué.
Todos están en la lista. ¡Qué alivio! Los que no, que lástima, no podrán entrar.
El rebaño inhumano, animalizado, va entrando lentamente al
recinto. ¡Al fin! Los guardias de metro ochenta deciden ceder
ante nosotros.Y la masa ingresa implacable al lugar. Si se trata de un club para
bailar, un campo de concentración alemán o una cárcel vietnamí; ¡Qué más da!
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