miércoles, 10 de abril de 2019

Rivales

Ese cuatro de octubre, ella llegó agotada del hospital. Por suerte a último minuto se habían hecho algunos cambios y se había librado del siguiente turno. Se duchó y se metió a la cama. José no sabía que Marcela volvería temprano, pero dormirse con la cama para ella sola sin la molestia de una luz encendida y de él leyendo algún artículo intelectualoide, era muy tentador. “Además hoy le corresponde quedarse hasta tarde tomando pruebas en la Uni…”, pensó Marcela mientras se le cerraban los ojos.

A eso de las ocho, extrañamente Marcela despertó de un salto, como si recordara algo, acechada por la idea de que no sabía dónde José guardaba la pistola. No terminó siquiera de formar esa pregunta en su mente somnolienta cuando escuchó ruidos en el primer piso. “Mierda, mierda, no puede ser”, pero sí, definitivamente era. Aguantó la respiración y sintió inconfundibles murmullos, pasos y electricidad recorriendo su cuerpo. “No, no, no” se repetía, “sola no, por favor”.

La imagen de los cinco tipos rebuscando en su clóset, los gritos, el dolor en las muñecas atadas, las súplicas, el desorden final, no la dejaban vivir. Desde ese día Marcela no había vuelto a dormir tranquila aun cuando José había procurado por todos los medios calmarla. En las noches él intentaba acariciarle el cabello, pero ella no se dejaba tocar. Intimidad, ni hablar.

Fue tanto lo que “eso” había cambiado todo para peor, que por una mezcla de miedo e insomnio de meses, la pareja decidió comprar un arma. Algo sencillo de usar, legal, que los pudiera proteger si algo así volviera a ocurrir. En realidad, José confiaba en el efecto placebo que ello podía tener en Marcela.

Esa noche, desesperada registró la habitación en busca de la pistola. Armario, entre colchones, repisas, armario de nuevo, hasta que en la parte superior de la cómoda, vio una cosita de metal reluciente. Su alivio de encontrarla se esfumó al instante cuando vio que se trataba del cortaplumas de José.

Sin importarle no tener el arma, que siendo honesta tampoco sabía cómo usar, el pánico la envalentonó y bajó por las escaleras, escuchando atenta. Por los pasos que sentía, se trataba de dos personas, sin duda. Se escuchaba que hablaban, ¿o reían? No podía decir bien. Siguió avanzando hasta la puerta entre comedor y cocina. Veía las siluetas. Aunque había olvidado sus lentes, eran dos personas en su cocina, lo juraba por las cenizas de su madre, y eso era lo único que necesitaba saber.

No alcanzó a tomar una decisión cuando en ese momento las sombras se abalanzaron hacia el comedor justo donde Marcela estaba de pie y todo ocurrió demasiado rápido; lanzó un grito, su brazo hacia adelante, siguió chillando, sintió la hoja de metal atravesar carne y un cuerpo inerte caer a sus pies.

Se encendió la luz. Marcela temblaba. El cortaplumas flotaba sobre rojo. No acababa de entender. “¿Quién coño es ella?” preguntó. José tenía la cara desfigurada de ¿miedo? ¿pena? ¿ira?... “No es lo que parece”, dijo arrodillándose junto al cadáver. “¿Qué has hecho, Marcela?”. Ella lo perforó con la mirada. Notó el labial en su camisa. Levantó el cuchillo hacia su rostro.

Él se puso de pie e hizo un ademán hacia su bolsillo trasero. “¿Segura de lo que haces, Marcela?” Irguió la espalda a la vez que encajaba en el cinto de su pantalón el cañón de metal. Marcela aguantó por segunda vez en esa noche la respiración. Ahí estaba la puta pistola.




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OBSESIÓN DE INVIERNO

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Al pasar esta tarde por la tienda de Rocío, pensé en él. Hace meses que no lo recordaba de manera tan vívida. No lo extraño; solo vino a mi mente por culpa de las bufandas de colores, absolutamente odiosas, que se exhibían en la vitrina. Ello me arrastró automáticamente al interior de la tienda. Quizás debí detenerme allí, pero a veces soy obsesiva. Sonó la campanilla. El lugar estaba semioscuro y desordenado. Escuché la voz ronca de Rocío, “dame un momento, ya voy”. Entonces esperé un momento.
Mientras recorría con mis ojos el lugar, vi en el suelo, entre un montón de ropa, una bufanda negra. En este punto ya era urgente detenerme, pero no pude evitar que me atrajera de forma compulsiva, agachándome en cosa de segundos a recogerla y a sentir su tacto increíblemente suave. Me recorrió un escalofrío por el cuerpo, la dejé caer y salí de allí.
Caminando por la calle me sentía temblorosa. Evidente. Tonta, tonta, ¡qué tonta! Debí detenerme. Pero ya era tarde para eso. Me toqué la frente, convencida de que tenía fiebre. Náuseas. Pero el daño estaba hecho, ya no podría sacarlo de mi cabeza. Me senté en un banquillo a la sombra e hice justamente aquello que la psicóloga me prohibió. Era algo así como “evitar elementos gatilladores”, o “gatunos”. Debería poner más atención en las sesiones.
¿Cuál habría sido nuestro error?
Probablemente todo estuvo en nuestros inicios. Cuando disfrutábamos la vida juntos, solíamos descorchar un vino y sentarnos en la terraza a oler el jazmín. Mi cuerpo se tensaba sabiendo que estaba por entrar en un lugar desconocido, pero la curiosidad siempre era demasiada. Tantas noches a la luz de vela con una copa llena escuchando sus historias. Tenía algo de cautivador e intrigante. Me hacía tanto daño, pero me encantaba escucharlo. Me fascinaba preguntar. Observarlo evocar esas experiencias y sentirme como un espectador secreto eran ya una adicción.
La rutina era siempre la misma; ¿la excusa? Conocernos desde el interior. ¿La verdad? Obsesionarme con su pasado. Me apresuraba a interrogarlo luego de un par de tragos sobre sus aventuras anteriores, necesitando saber cada uno de los pormenores más oscuros. Él accedía y narraba con su maravillosa elocuencia sus viajes, hoteles, amores, pasiones, locuras y desenfrenos.
En mí, una cierta manía iba tomando forma, pero fue esa bufanda, su presencia, la que me envenenó. Yo la adoraba; era fina y suave, de alpaca. Con ella puesta, el invierno parecía casi acogedor. Acariciarla era como besarlo a él recién afeitado. A veces me la ponía, con o sin su permiso. Me excitaba saber que tenía su perfume rodeando mi cuello.
Mi orgullo estaba convencido de que podía soportar todas sus vivencias, estaba convencido de que sus historias eran solo eso, historias. Lamentablemente, hubo pequeños momentos que fueron deteriorando ese orgullo. Fueron destrozando cuánto me gustaba esa bufanda, y poco a poco, cuánto me gustaba él.
Coherente con mi hábito destructivo, estaba empecinada en saber de ella y su relato. Qué bonita es, ¿dónde la has comprado? Él me dijo que era un regalo, pero en una de esas noches de velas y vinos yo quería más. Fue un regalo de un amor antiguo, mencionó. Pero no tan antiguo, supe yo, cuando volqué mi copa sin querer en la mesa y él, enfurecido, me reprendió gritando el nombre de ella.
El objeto de mi amargura era esa bufanda. Ella pagaba sus pecados. Recuerdo que aquel día, herida por haber sido llamada por su espantoso nombre, subí corriendo las escaleras hacia la habitación, mientras él me perseguía disculpándose, y arranqué a la maldita de un tirón, botando al suelo un par de prendas. Él odiaba el desorden y yo amaba el drama. La arrojé furiosa al basurero. Él me miró y estalló en carcajadas. Se acercó a abrazarme lentamente, como si yo fuese un puerco espín y sucumbí ante sus encantos. Él era así, una dulzura. Y yo, cada vez, guardaba rápidamente, aunque en el cajón de las heridas, las memorias de la anterior.
A lo largo de los años fui adquiriendo hábitos en torno a ella. Cuando nadie miraba, me plantaba frente a las estanterías de nuestro armario y me dedicaba a observar desde cierta distancia aquella bufanda. Era como si ella, no la bufanda, sino ella, me mirara diciéndome cosas horribles. Yo me creía cada una de sus palabras imaginarias. Le dejaba hablarme y cuando me había menospreciado lo suficiente, me acercaba, la tomaba entre mis manos, la desdoblaba y volvía a doblar, a lo ancho y a lo largo, como a él le gustaba, alisándola con los dedos hasta que quedara perfecta para devolverla a su lugar.
Creo que lo mejor habría sido botarla. Pero él nunca entendió. Yo intenté explicarle sutilmente, y luego con histeria, que había que deshacerse de ella. Le conté como un día, en que él había estado de viaje, ella apareció junto a mí en la cama. Le juré que era cierto. Había intentado colgarse a mi cuello pero yo fui más ágil. Volviendo del viaje le rogué que la tirásemos, pero él no quiso. Extrañamente jamás comprendió por qué yo sentía celos. Pero no solo los sentía; me comían por dentro mientras la bufanda gozaba al verme así. Era como si un pedazo de mi alma se hubiese podrido.
Nuestra relación seguía igual formalmente, pero yo me volví un desastre. Solo podía pensar en ella, en la anterior, y en la bufanda. Cada noche tenía pesadillas, en que ella se lanzaba sobre mí, rodeaba mi cuello con sus manos o flecos, ya no sé, y apretaba con fuerza. Cada mañana me despertaba con el pijama sudado y la piel helada, mientras él roncaba plácidamente a mi lado. Cada tarde me escurría por debajo de su escritorio y tomaba su teléfono móvil, escondida bajo la bufanda, maldita bufanda, que a veces era del tamaño de una manta y buscaba algún alimento para mi obsesión. Una palabra, una señal.
Cuando todo se terminó, él no comprendió ni pude yo explicar el porqué. Pero cuando me fui de nuestra casa, aproveché un momento de discusión e hice lo que necesitaba hacer. Encargarme de ella. Me encerré en la habitación, la miré y ya no tuvo la osadía de insultarme, pero eso no le sirvió. No tuve piedad y la rasgué en mil pedazos, como si alguna fuerza diabólica se hubiese apoderado de mí. Tomé mis maletas, cerré la puerta al salir y nunca supe más de él.
Creo que ese fue nuestro error: esa repulsiva bufanda negra de alpaca.