Ese cuatro de octubre,
ella llegó agotada del hospital. Por suerte a último minuto se habían hecho algunos
cambios y se había librado del siguiente turno. Se duchó y se metió a la cama.
José no sabía que Marcela volvería temprano, pero dormirse con la cama para
ella sola sin la molestia de una luz encendida y de él leyendo algún
artículo intelectualoide, era muy tentador. “Además hoy le corresponde
quedarse hasta tarde tomando pruebas en la Uni…”, pensó Marcela mientras se
le cerraban los ojos.
A eso de las ocho,
extrañamente Marcela despertó de un salto, como si recordara algo, acechada por
la idea de que no sabía dónde José guardaba la pistola. No terminó siquiera de
formar esa pregunta en su mente somnolienta cuando escuchó ruidos en el primer
piso. “Mierda, mierda, no puede ser”, pero sí, definitivamente
era. Aguantó la respiración y sintió inconfundibles murmullos, pasos y
electricidad recorriendo su cuerpo. “No, no, no” se repetía, “sola
no, por favor”.
La imagen de los cinco
tipos rebuscando en su clóset, los gritos, el dolor en las muñecas atadas, las súplicas,
el desorden final, no la dejaban vivir. Desde ese día Marcela no había vuelto a
dormir tranquila aun cuando José había procurado por todos los medios calmarla.
En las noches él intentaba acariciarle el cabello, pero ella no se dejaba
tocar. Intimidad, ni hablar.
Fue tanto lo que “eso”
había cambiado todo para peor, que por una mezcla de miedo e insomnio de meses,
la pareja decidió comprar un arma. Algo sencillo de usar, legal, que los
pudiera proteger si algo así volviera a ocurrir. En realidad, José confiaba en
el efecto placebo que ello podía tener en Marcela.
Esa noche, desesperada registró la
habitación en busca de la pistola. Armario, entre colchones, repisas, armario de
nuevo, hasta que en la parte superior de la cómoda, vio una cosita de metal
reluciente. Su alivio de encontrarla se esfumó al instante cuando vio que se
trataba del cortaplumas de José.
Sin importarle no tener
el arma, que siendo honesta tampoco sabía cómo usar, el pánico la envalentonó y
bajó por las escaleras, escuchando atenta. Por los pasos que sentía, se trataba
de dos personas, sin duda. Se escuchaba que hablaban, ¿o reían? No podía decir bien.
Siguió avanzando hasta la puerta entre comedor y cocina. Veía las siluetas.
Aunque había olvidado sus lentes, eran dos personas en su cocina, lo juraba por
las cenizas de su madre, y eso era lo único que necesitaba saber.
No alcanzó a tomar una
decisión cuando en ese momento las sombras se abalanzaron hacia el comedor
justo donde Marcela estaba de pie y todo ocurrió demasiado rápido; lanzó un
grito, su brazo hacia adelante, siguió chillando, sintió la hoja de metal
atravesar carne y un cuerpo inerte caer a sus pies.
Se encendió la luz.
Marcela temblaba. El cortaplumas flotaba sobre rojo. No acababa de entender. “¿Quién
coño es ella?” preguntó. José tenía la cara desfigurada de ¿miedo? ¿pena?
¿ira?... “No es lo que parece”, dijo arrodillándose junto al
cadáver. “¿Qué has hecho, Marcela?”. Ella lo perforó con la mirada. Notó
el labial en su camisa. Levantó el cuchillo hacia su rostro.
Él se puso de pie e hizo
un ademán hacia su bolsillo trasero. “¿Segura de lo que haces, Marcela?”
Irguió la espalda a la vez que encajaba en el cinto de su pantalón el cañón de
metal. Marcela aguantó por segunda vez en esa noche la respiración. Ahí estaba
la puta pistola.
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